domingo, 30 de septiembre de 2007

El músico del Metro

El profesor Eduardo Alvarado es uno de esos músicos autorizados para tocar en el Metro de Nueva York.

En la estación del shuttle, esa cortísima línea que va de Times Square a Grand Central Station, hay una explanada subterránea en medio de los pasillos. Ahí, en un rincón, se presentan los músicos autorizados por el Metro para tocar, que se distinguen de los no autorizados por una manta amarilla que, pendiente del techo, anuncia el nombre del o los artistas.

En esa estación vi al profesor Alvarado. Un mulato de unos 70 años de edad, alto, delgado, canoso y tan jorobado que su columna vertebral se asemejaba a una letra “L” invertida. En un teclado Yamaha ejecutaba esa samba titulada Brasil, que se escuchaba vieja, como de una boda de los años 70 o como el sonido ambiental de un consultorio dental. Se hacía acompañar por cuatro juguetes de baterías: al frente, a ambos lados del teclado, un par de muñecas ataviadas como bailarinas hawaianas, con brasier y falda de rafia, movían voluptuosamente la cadera; atrás, a un lado del profesor, un mono tocaba los platillos mientras que al otro lado, un oso rasgaba una guitarra.

A diferencia de otros artistas, como el grupo de rock andino que usualmente convocaba a una multitud, nadie se detenía a escuchar a Eduardo Alvarado. Sin embargo, su canastilla de propinas rebosaba de billetes que la gente depositaba tal vez no por la música, sino porque la espalda del profesor estaba vencida por la osteoporosis, porque tocaba con entusiasmo su melodía de feria y porque su atuendo formal contrastaba tanto con sus bailarinas exóticas y su orquesta de baterías.

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